¿Qué viene a enseñarnos la virtualidad sobre el trabajo de campo?

El trabajo de campo ahora


¿Y qué hacemos con el “trabajo de campo” en medio de la virtualidad? La antropóloga argentina Rosana Guber asume esta pregunta urgente para la comunidad antropológica, y le da una vuelta de tuerca: ¿Qué viene a enseñarnos la virtualidad sobre el trabajo de campo? Pasen y vean.

Cuando me invitaron a integrar el panel “Debates y desafíos metodológicos” del 12 Congreso Argentino de Antropología Social (CAAS, 2021) sabía que no podría ignorar cómo estos tiempos nos privaron del caro oficio del trabajo de campo etnográfico. En 2020 los medios electrónicos se convirtieron en algo así como un reemplazo o una nada, con escasa reflexión. Por eso invitamos a Elisenda Ardévol, la colega catalana especialista en antropología visual y de la web, a dar la Conferencia Esther Hermitte. La tituló “Cuando lo digital deja de sernos ajeno: reflexionar para una antropología del ahora”. No dijo la palabra fatal, ni quiso darnos consejos como un médico a un paciente desesperado. Sólo empezó diciendo que no hablaría de “una antropología del ahora” sino de “una antropología ahora”. Nuestros colegas Marián Moya y Oscar Grillo vienen problematizando cómo para algunos la internet es tratada como un mundo aparte (una “cultura”, con sus normas, sus rutinas, su organización social y política), mientras que para otros es más bien parte del mundo, es decir, una herramienta de comunicación a la que recurrimos para ampliar nuestra llegada.

Dado que iría a participar de un panel metodológico, supuse que me tocaba la segunda acepción aunque, como suele ocurrir, las cosas no son tan simples. Como tampoco lo fue organizar este CAAS de manera virtual, no porque así lo quisieran sino por “razones de público conocimiento”. En fin, porque esas razones consagradas como públicas y prácticas nos dirían qué hacer y en qué condiciones trabajar, aprender, conversar y convivir. Es que los antropólogos trabajamos, aprendemos, conversamos y convivimos haciendo trabajo de campo (TC). Cuando aprendimos antropología sabíamos que deberíamos ir hacia la gente, convivir con ella, estar ahí. La idea era estar presentes, de cuerpo entero, sin mediadores ni mediaciones. El TC que aprendimos era eso, presencial. Expresiones como Observación Participante y Entrevista en profundidad denotan cotidianeidad, intimidad, complicidad. Para eso debías ir y quedarte, hacer y conversar, mirar y estar en sus mismas condiciones, al menos por un tiempo. Y cuando volvieras a tu universidad, leerías tus libros de teoría, ahora con el campo presente discutiendo en tu cabeza y, ojalá, en tu escritura. Allí nacería un “mundo vivido”, como Julieta Quirós nos viene enseñando.

Pero por razones de público conocimiento debimos recluirnos, primero 20 días, después otros 20 días, hasta casi completar el 2020. En el verano nos tomamos vacaciones, pero cuando íbamos a reanudar el TC, nos cayó la segunda penitencia. Esta clausura de final incierto nos acorraló en la ominosa pregunta de cómo seguir. Algunos sugieren salir en masa a cursar etnografía virtual y otros retomar el campo como sea. Yo prefiero reconocer las reflexividades que investigadores e interlocutores hemos puesto en juego en estos tiempos y ver si logramos entendernos. No hablo de la reflexividad à la Bourdieu (ser conscientes de los atributos sociales de status y rol, de la posición en la academia y del logocentrismo), sino de cómo las partes definimos los contextos que nos permiten entender qué estamos haciendo juntos y por qué lo hacemos así. Es sólo que, ahora, debemos reconocer nuestras reflexividades sin las maneras de generar datos que aprendimos en el mundo presencial. Veámonos de más cerca.

Investigadora y becaria, dos antropólogas en pandemia

Creí a fines de 2019 que el campo de mi última investigación sobre cómo los aviadores navales vivieron el mar en la guerra de Malvinas de 1982 había terminado. Entonces me puse a escribir después de un TC de tres años, de ir a todas partes visitando, conversando y mirando todo cuanto pudiera y me mostraran en localidades del Litoral Atlántico. Así, cara a cara, aprendí que los aviadores navales sentían el mar al “enganchar” en el portaaviones, es decir, cuando aterrizaban en la cubierta de vuelo en el medio del mar. Pero ese buque, el ARA 25 de Mayo, se vendió a fines de los noventa como chatarra. No sólo no llegué a conocerlo sino que los aviadores y yo hablábamos de un ser ya inexistente. Claro que jamás volé un avión de guerra y, por lo tanto, jamás enganché. Así que en vez de observación participante, me limitaba a conversar y ver algunas filmaciones, tratando de imaginar cómo había sido todo aquello. A comienzos del 2020 me puse a escribir, pero como me faltaban muchos datos hice algunas consultas por correo electrónico y whatsApp. En 2021 retomé los encuentros presenciales. Recuerdo que un día tuve dos. A los tres días descubrí que los desodorantes no olían, así que decidí avisar a mis interlocutores que tenía COVID. Ante mi temor por la salud de ellos, me contestaron que estaban bien, y que me despreocupara. Insinuaban que si no los habían matado “los ingleses”, no los mataría “este virus de m…” y, por lo tanto, no volvieron a tocar el tema. Mientras tanto, decidí poner orden en mis notas y me extendí a los años 2016, 2017, 2018 y 2019. ¡Obviamente en 2020 no había hecho trabajo de campo! Sin embargo, buscando un par de datos que creía haber recibido durante ese año, descubrí un fluido intercambio: 120 páginas de diálogos por medio de las Tecnologías de la Información y Comunicación, más conocidas como TICs. Entendí que nuestra comunicación no se había interrumpido, que las dos partes habíamos mantenido la continuidad de un trabajo que empezábamos a entender.

Noelia López terminó su Maestría en CIESAS Sudeste (México) en diciembre 2018 sobre milperos de Tzinil que suelen bajar a cortar caña a Socol(tenango). Mientras, presentó un proyecto de beca doctoral al CONICET sobre familias potosinas y santiagueñas horticultoras del Gran Buenos Aires (GBA). Ganó la beca, volvió a la Argentina a su casa materna, y empezó sus cursos doctorales. En 2020 estaba lista para irse a vivir al GBA. Por razones de público conocimiento, debió quedarse en casa. Sólo había ido cuatro veces a las fincas, pero todo se suspendió. Hizo varios cursos y los talleres de tesis que le correspondían, pero debía presentar registros de campo. Sic. De pronto se vio sumida en la tristeza del encierro y la postergación de los encuentros. Se comunicaba con las familias para preguntar cómo hacer, pero le contestaban, No vengás, una y otra y otra vez. Avanzó el año y trataba sin suerte de ignorar la inexorable presión del doctorado, del taller de tesis, de la beca, del contacto pendiente, del miedo de contagiarse, de contagiar a su familia y a las familias. La antropóloga ahora podía contaminar al campo, o podía morir por él. Entonces, pensó en desarrollar “formas alternativas de presencia”, como las llamó, para transmitirles que seguía aquí y allá. Buceó en la web sobre la historia de esas tierras y les mandó la info, les hacía preguntas sobre productos. Pero el campo seguía lejos. En una de sus visitas, el jefe de familia le preguntó si ¿Vas a venir a hacer lo que hizo fulanito, que grababa y después escribía? Le contestó que No, yo quiero plantar con ustedes. El hombre le contestó que Eso es otra cosa! Pero, por ahora, ese proceso de conocimiento es imposible. Así que cuando en el taller de tesis la alientan a seguir y que se las ingenie, Noelia mira la pantalla de su computadora y piensa que No sustituye. El campo no es un whatsApp. Sólo con el cuerpo ella puede entender qué es cosechar, cargar cajones, ver las semillas; sólo de cuerpo entero podrían ellos darse cuenta que Noelia quería hacer otra cosa, mientras hacía con ellos. Salvo una vez, que un horticultor mandó una foto de una papa del aire y ella le dijo que era chayote. La discusión desbordó en explicaciones, entre fotos y audios para hacerle saber cómo el chayote era parecido pero diferente a la papa del aire. Entonces, las dos reflexividades se encontraron en lo que les interesaba a ambos, como si se hubiesen visto ayer. Y Noelia le repitió que quería ir. Y él que No vengás, ya vas a poder venir!

Pocos aviadores aceptaron reanudar nuestros encuentros de manera remota. Creo que porque, en sus guerras contra el virus, apostaban a reanudar una continuidad de vida en la presencialidad, como habían vivido la guerra. Quizás cuando somos grandes no tenemos mucho tiempo para averiguar cómo será el mundo después. Quizás también confiaban en que yo no estaría enferma, y cuando lo estuve, probaron su confianza en mi decisión de advertirlos. Noelia está empezando en la Argentina y pese a que llegó a visitar las quintas, aun no tuvo tiempo de generar una reflexividad simétrica a la de ellos. Ella es, por ahora, una más de los que van y escriben; no es Noelia todavía. Pero parece que aceptan apostar a formas alternativas de presencia, y a una confianza en que Ya vas a venir. Mientras, ellos siguen plantando y cosechando. Y Noelia descubre que con ellos puede crear una relación de confianza antes de estar ahí.

No se trata tanto de cursos de etnografía virtual. La virtualidad es un condicionamiento que nos afecta a todos. Definimos el recurso a la interacción remota como una necesidad compartida, no una excusa ni una postergación. Al decidir conectarnos para conversar estamos diciendo, al menos por ahora, que no podemos de otro modo y esto por razones de público conocimiento, y en esto nuestras reflexividades se entienden. La pandemia y las medidas precautorias son nuestro contexto de presencialidad restringida, pero no alcanzan (no sustituyen). Desde infantes etnográficos aprendimos a leernos en la proximidad a través de gestos, el proceder, el habla, las expresiones faciales, los movimientos voluntarios e involuntarios. ¿Cómo hacer a Goffman a través de las pantallas y los celulares? ¿Dónde encontrar los intersticios de lo establecido, en los cuadraditos de un encuentro remoto?

El gesto con el cual Noelia dice No sustituye significa No alcanza. Si es cierto aquello de que un enunciado transmite cierta información que es, a la vez, el contexto en el cual esa información aparece y tiene sentido, entonces nos convendría equilibrar los tantos. La internet es un vehículo de comunicación y una realidad a estudiar, pero quienes deciden qué tipo de vehículo y de realidad, y qué hacemos con ella, lo determinamos en nuestras interacciones y épocas. Entender el campo es entender el método porque son nuestros campos y estos tiempos los que nos indican cómo acceder a las personas y cómo aprender con ellas. Entonces la internet puede ser un método y un canal por el cual irnos conociendo. ¿Es esto algo nuevo? En absoluto. Es sólo que vivíamos en un mar de presencialidad y no nos dimos cuenta. Una tarea para quedarnos pensando mientras las formas remotas decidan quedarse entre nosotros.

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 7 de julio, 2021.

Por Rosana Guber. Colaboradora Noelia López. (CIS-IDES/CONICET)